Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la conversación deriva hacia temas que meten miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas especie.
En circunstancias como ésas, el viento deja de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en cuenta.
La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún hoy, sigue publicándose con gran éxito editorial.
Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo.
Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus apariciones son nuestros propios reflejos.
Definir qué es un fantasma depende del espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición inmanente del ser humano).
En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo. El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.
La creencia en la existencia de fantasmas es un hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las sociedades de la Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos, testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen respecto de lo que sucede más allá de la muerte; al tiempo que explicitan la propensión de una época determinada a seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular, en consonancia con las demandas de una situación concreta.
Occidente ha tenido con las muy variadas entidades intangibles de su imaginario una relación que se advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se ha tenido— estuvo —y está— social, cultural e históricamente determinada.
Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo burgués (en especial del siglo XIX), tales como: la familia, el amor, la muerte romántica, el secreto y el individualismo.
Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— denuncian insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas.
Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Éste es quizás el motivo por el cual el concepto "fantasma" fue incorporado en algunas escuelas de psicología nacidas a fines de principios del XX.[20]
Durante los días que pasé en Miramar, una de las cosas que me llamó la atención fue el marcado interés que las personas mostraron por "los fantasmas del Viena". Permanentemente oíamos con mi mujer historias "raras" de sucesos aún más extraños que se llevaban a cabo en el abandonado complejo hotelero.
Admitamos que su estructura invita a imaginar espectros y que no es difícil dejarse llevar por la imaginación. Sus ruinosos sectores son estimulantes. Los pasillos y habitaciones, carcomidos por la humedad y los años, generan escalofríos (máxime cuando se los recorre de noche, como lo hice junto con tres personas más). Las puertas, azotadas por el viento que viene desde el "mar" y el ulular de esa misma brisa recorriendo todos los recovecos, ponen los pelos de punta.
Así todo, no vimos ningún fantasma.
Pero, como dice el dicho, "que los hay... los hay"... al menos en el imaginario colectivo.
En las últimas dos semanas del mes de junio de 2009, un equipo de cineastas norteamericanos desembarcaron en Miramar. Buscaban material para un documental de televisión y sorprendieron al pueblo por el organizado despliegue técnico que pusieron en marcha. El primer mundo descubría Miramar y los comentarios no dejaron de circular de boca en boca. La productora intentó imponer un férreo silencio en torno al trabajo, pero ya se sabe que "en pueblo chico, infierno grande". Cuando llegué a Miramar, poco más de siete días después, las historias circulaban por todos lados.
¿Qué venían a buscar, desde tan lejos?
¿Criminales de guerra? ¿Testimonios que descubrieran algún nazi disfrazado de buen vecino? ¿Ustachas croatas sobrevivientes? ¿Imágenes para algún programa de ecología? ¿Flamencos?...
No. Nada de eso.
Venían por fantasmas.
Y parece que ellos sí los encontraron en el Gran Hotel Viena (ya todos sabemos lo fotogénicos que son los espectros, desde principios del siglo XX).
El tema estaba candente. Bastó con anunciar que iríamos al Gran Viena por la noche para que los vecinos desembucharan típicas historias sobrenaturales relacionadas con almas en pena. Naturalmente, los guías del hotel han sido, desde siempre, los depositarios de la mayor parte de este patrimonio intangible.
No hay película de terror que transcurra en algún hotel tenebroso que no tenga una habitación embrujada, escenario de una pasada carnicería o hecho truculento. Tampoco sus pasillos están ausente de fantasmas de niños, ni espectros femeninos que se dejen ver deambulando en la oscuridad.
El Gran Hotel Viena los tiene.
Los residentes del hotel en los años "80 —aquellos que hicieron de cuidadores o intentaron algún emprendimiento comercial poco exitoso— juraron haber oído pasos que subían por la escalera y caminaban hasta la habitación 106 del sector de clase media, cuando se sabía que el edificio estaba completamente vacío. Incluso me informaron que los documentalistas yanquis filmaron dos fantasmas, uno de ellos, justamente, en la habitación citada y otro en el gran salón comedor del sector más elegante del hotel.
Un taxista me contó que "Hay por lo menos dos fantasmas. Un hombre y una mujer. Hasta hace poco sólo se veía a un hombre, pero de un tiempo a esta parte también se ve una mujer triste. En el hotel desapareció una llamada Anna o Hanna, en la década de los "40. Nunca se supo nada de ella. Al hombre— de bigotes— no se lo ve como de carne y hueso, sino una mera figura. Fue visto muchas veces y ha salido en alguna fotos que toman los turistas. Hace una semana, durante la filmación, traje a una mujer y sus hijas al hotel. Ellas vivieron en él por un tiempo, tras la inundación. Abandonaron el edificio porque el fantasma las volvió locas. Dejaron de vivir allí por ese motivo. Cuando nos acercábamos en el auto al hotel se pusieron muy nerviosas y no querían aproximarse. Se arrepintieron de hablar con el canal yanqui. Les producía una enorme angustia volver al lugar de los hechos. Una de ellas contó que sentía cómo una presencia se sentaba en la cama junto a ella. Todos los miembros de la familia sintieron esa presencia fantasmal mientras vivieron en el hotel".
También me relató que un turista, sacando fotos desde el patio del hotel, captó a un hombre alto, de bigotes tupido, con traje color gris, asomado de la ventana de la habitación 61 (sector principal). El propietario de la foto nunca la entregó (dijo haberla perdido), pero ciertos funcionarios de la secretaria de turismo —sostuvo— la habían tenido en sus manos.
Incluso me confesó que, en la habitación 106, un familiar cercano creyó ver una figura sentada sobre la cama, mirando hacia la ventana. No supo si la figura era de hombre o mujer, aunque juró haberla observado.
Pero eso no es todo.
La encargada de la boletería del Gran Hotel me relató una historia de la que ella misma fue protagonista: "Durante el verano pasado —enero o febrero de 2009— subí al primer piso (del sector clase media) a cerrar las persianas y cuando estaba haciéndolo, desde el interior de un placard ubicado a mi lado escuché claramente una voz que me habló al oído. No entendí lo que dijo. Grité y bajé llorando. Me caían las lágrimas. Desde entonces me da mucho miedo entrar sola en el hotel. Subir, no subo más ."
¿Sugestión? ¿Un mero error?
Posiblemente. Pero lo interesante es que muchos creen a pie juntillas en estas historias, como la de ese plomero que, mientras arreglaba partes del hotel, salió corriendo lleno de miedo, anunciando que "algo había" es ese sitio abandonado.
El contexto invita a tener la mente predispuesta a cosas extrañas. Admitamos algo: no es común toparse con un gigantesco hotel en ruinas, ni con una ciudad hecha escombros, debajo de una laguna.
En Miramar, los fantasmas del pasado están por todas partes.
PALABRAS FINALES
Ruinas posmodernas.
Así denominan dos fotógrafos españoles a los edificios abandonados de la actualidad (hoteles, complejos industriales, terminales, estaciones ferroviarias, fábricas, etc.) y nos enseñan que la decadencia también tiene su belleza: la de señalarnos la nuestra propia.
El Gran Viena encuadra perfectamente dentro de esa categoría, enseñándonos cuan delgada es nuestra arrogante seguridad y lo inconstante que son las obras del hombre frente al imparable poder de la naturaleza y el tiempo.
Ante sus restos, es muy difícil evitar no pensar en promesas inconclusas, en utopías que no fueron, y en el inmenso poder de lo invisible, materializado en las bacterias, esporas y sales que lo destruyen con lentitud.
Observarlo con detenimiento, recorrerlo, no sólo nos hace pensar en una época lejana (no tan lejana), sino que nos obliga a meditar en nuestra propia podredumbre, recuperando —como dice Cioran— "el precio infinito de cada instante".
No hay dudas de que uno sale más joven al contacto con la muerte. Y así es como salgo cada vez que recorro lugares como el Gran Hotel Viena o el Eden Hotel de La Falda; ambos, una clara muestra de sabiduría, amargura y farsa. Un grosero muestrario de lo finito. Retazos de historia materializada que sólo nos sugieren una parte muy pequeña de la los proyectos, sueños y esperanzas que allí se desarrollaron y que jamás podremos reconstruir por completo. Son las señales perfectas de un mito que fue, pero ya no es: el del Progreso indefinido.
Karpe diem.
¿Qué más sentir frente a un hotel abandonado? ¿Acaso no vamos todos en es misma dirección?
Abandono y olvido. Es sólo cuestión de tiempo.
¿Pesimismo?
No. todo lo contrario.
Realidad pura y descarnada.
El Gran Hotel Viena renueva mis votos como historiador y especialista en la agonía de las cosas.
Autor:
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Universidad Nacional de Mar del Plata
Julio de 2009
FUENTE: www.monografias.com
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