jueves, 10 de mayo de 2012
LOS SECRETOS DEL CASTILLO DE FRITZ MANDL
Un señorial castillo que domina La Cumbre, en el valle de Punilla, fue el último refugio en la Argentina de Fritz Mandl, un multimillonario europeo que de socio del nazismo pasó a ser una de sus víctimas económicas. Mandl fue un personaje novelesco que recorrió como protagonista buena parte del siglo 20. En Austria heredó una fábrica de armas desde la que ayudó a pertrechar a la Alemania de Hitler, y la primera de sus cinco esposas fue una actriz vienesa que filmó el primer desnudo total de la historia del cine. Una pelea personal con el ministro nazi Hermann Göring acabó con la expropiación de sus bienes en Europa, y a mediados de los años ’40 llegó como refugiado a la Argentina con su Rolls Royce, una corte de mantenidos y una tonelada de oro en lingotes. Aquí abrió fábricas y empresas durante el peronismo, que debió cerrar cuando los norteamericanos lo hostigaron sospechándolo de nazi y, tras su muerte en Viena, en 1977, se desató una guerra por su herencia que tardó años en resolverse. El castillo de La Cumbre fue el último escenario argentino en la vida de Fritz Mandl. Allí vivió por temporadas con sus dos últimas esposas, allí guardaba su colección de arte, y allí fue donde, tras su fallecimiento, los espías de la Side menemista pasaron sus bucólicas vacaciones mientras jugaban al golf. Hoy, el castillo, con su parque de 11 hectáreas, es una coqueta hostería de 15 habitaciones, a poco más de 100 dólares la doble, en la que misteriosos recuerdos aún flotan entre sus paredes de piedra. A imagen y semejanza. Como ocurre con personajes que rozan la leyenda, Fritz Mandl parece haberse escrito la historia a su imagen y semejanza. Inabarcable y difícil de clasificar, con una profesión rentable pero antipática como la de fabricante de armas, los americanos lo llamarían “agente nazi” y la Gestapo lo perseguiría por judío. Esto último, al menos, era medianamente cierto. Había nacido en Viena en 1900, de padre judío y madre católica, y apenas cumplidos los 30 años se había hecho cargo de la empresa familiar. Tenía talento y sentido de la oportunidad, y en la Europa que se preparaba para la guerra el negocio comenzó a florecer. Les vendió armas a Francia y a Suecia, a Alemania que se rearmaba en secreto, a Hungría, Polonia y Suiza, a Italia cuando invadió Etiopía (y a los etíopes para que se defendieran), a los dos bandos durante la guerra civil española, y a Bolivia en su guerra con Paraguay. Podía jactarse de algo: no era traficante sino productor, y en sus fábricas de Hirtenberg, a 30 kilómetros de Viena, trabajaban 25 mil obreros. Por entonces, Mandl lucía siempre un clavel rojo en la solapa, fumaba sólo cigarros Havana y había comenzado a formar dos colecciones que lo mantendrían ocupado hasta sus últimos años: los trajes a medida, de los que según la revista Time llegaría a tener 278 en 1945, y las mujeres hermosas, que serían menos pero también suficientes: cinco esposas y una interminable lista de amantes. Su primer matrimonio fue a los 21 años y le duró seis semanas; el segundo fue con Hedy Lamarr, una actriz que lo enamoró desnuda desde la pantalla de un cine; el tercero con Hertha Schneider; el cuarto con la argentina Gloria Vinelli, y el último con Monika Brueckelmayer, quien había sido su secretaria. Como correspondía a alguien de su posición, Mandl era un hombre informado y a fines de los años ’30 vio con anticipación el cataclismo que amenazaba a Europa. Dos días antes de que las tropas alemanas entraran en Viena, compró una villa en Cap d’Antibes, sobre la Costa Azul, y se retiró a esperar allí lo que iba a suceder. Tenía efectivo: un tiempo antes había convertido su fortuna personal en valores depositados en Francia y en Suiza, y sólo en París había guardado 15 millones de francos. Cuando los nazis llegaron a Viena y tomaron su fábrica, empezó el litigio. Se dice que un amigo italiano, Benito Mussolini, intercedió por él, y entonces llegaron a un arreglo: a cambio de ceder el control operativo de su fábrica, Mandl recibió 170 mil libras esterlinas y 1.240.000 marcos alemanes, su padre fue liberado de la custodia invasora, y las propiedades personales confiscadas le fueron devueltas. Entre estas había muebles, una colección de arte y otra de pianos, y algunos Rolls Royce. Uno de ellos era un modelo RR III landau de 1938, carrozado especialmente por Vaden Plas, que apenas pudo recuperar embarcó hacia un puerto seguro. Desembarco. Fritz Mandl llegó a Buenos Aires en octubre de 1938. Además del Rolls venía con su padre, su hermana Renée, su banquero privado (a quien había rescatado de un campo de concentración), su amante Hertha Schneider y 700 toneladas de oro en lingotes que iba a depositar en el Banco Central. No era la primera vez que estaba en la Argentina. Los primeros negocios en el país los había hecho en 1927, vendiéndole herramientas de precisión a la fábrica Borges, y 10 años más tarde había intentado –sin éxito– participar en las fábricas de armas de Río Tercero y de Villa María. Como la operación no había resultado, tuvo que diversificar la inversión: compró una arrocera en Entre Ríos, una fábrica de bicicletas en la capital, una mina de carbón en Mendoza, campos en todo el país, empresas en Uruguay y la cuarta parte de la Naviera Mihanovich. En 1939, cuando ya llevaba un año yendo y viniendo desde Buenos Aires, regresó de uno de sus viajes con un pasaporte diplomático que lo acreditaba como cónsul general de Paraguay en Monte Carlo. Para 1941, las páginas de sociedad de los diarios se ocupaban frecuentemente de él. Vivía en un piso sobre la avenida Alvear; ocasionalmente le pegaba a su mujer, que lo denunciaba a la Policía; trataba de ser aceptado como socio en el Jockey Club, donde siempre le ponían bolilla negra, y se trasladaba continuamente entre un chalet que había comprado en Mar del Plata, una propiedad en la zona del Llao Llao, sobre el Nahuel Huapi, y el castillo que tenía en La Cumbre, que había hecho reformar para sacudirle el mal gusto de su dueño anterior. El castillo lo había hecho construir Bartolomé Vasallo, un cirujano de Rosario, y cuando Mandl lo compró en un remate, todos lo llamaban “el fuerte”. Tenía torres, contrafuertes, almenas, un cañón de utilería que custodiaba la entrada, y un busto en tamaño natural de Edelmira Quintana, la mujer del médico, que ella misma adornaba con pelucas y uñas postizas. A partir de 1944, el austríaco le hizo sacar la torre y las almenas, y desde entonces tiene el aspecto con que se lo ve hasta hoy. Un lugar inadecuado. En la Argentina peronista de la posguerra, en fin, no soplaron buenos vientos para Fritz Mandl. Washington y Londres sospechaban del país y de Perón, que habían sido tan tolerantes con Adolf Hitler, y creyeron –o fingieron creer– que el austríaco era el cerebro de la fuga de nazis y el testaferro de sus capitales expatriados. Parece más cierto que no estaban dispuestos a tolerar que Mandl reiniciara su fabricación de armas en esa Buenos Aires inestable y belicosa, y las presiones acabarían con él, que terminaría regresando a Europa para remontar las fábricas que había recuperado. Los recuerdos que hoy quedan de ese hombre en La Cumbre son borrosos, y lo pintan andando a caballo por las sierras, llegando a misa vestido de blanco, montado en un sulky, o recibiendo huéspedes con los que jugaba largas partidas de bridge. “El castillo era la casa que más le gustaba a mi padre”, recuerda Alejandro Mandl Vinelli, uno de los cinco hijos que tuvo con su exquisita sucesión de mujeres. Pese a eso, Fritz Mandl dejó de ir allí hacia 1973 ó 1974, por miedo a que lo secuestrara algún grupo guerrillero. Moriría en Viena sin volver a ver el castillo, en 1977, y sería enterrado en Hirtenberg, donde había empezado a amasar su fortuna.
Jorge Camarasa
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