sábado, 6 de noviembre de 2010

GRAN HOTEL VIENA - MIRAMAR - PARTE 1

Cuando Máximo Palhke decidió invertir el equivalente actual de veinticinco millones de dólares en un pueblo perdido al noreste de la provincia de Córdoba, para levantar lo que fuera el Gran Hotel Viena , la historia de la región ya estaba enraizada en un largo proceso de colonización, inaugurado en la década de 1890 y que diera origen a la llamada "pampa gringa".

La zona aledaña a la gran laguna de Mar Chiquita (conocida en lengua aborigen como Mar de Ansenuza) había recibido a muchos inmigrantes de origen italiano, español y alemán a fines del siglo XIX y, en una época de por sí optimista y con una agricultura que empezaba a convertir al país en el mítico "granero del mundo ", la región se transformó en un nuevo " El Dorado" donde era posible alcanzar el bienestar y la prosperidad que tanto deseaban y Europa ya no podía darles.

De las decenas de colonias que crecieron en Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe (muchas de ellas convertidas más tarde en pueblos y ciudades), sólo Miramar se levantó de cara al gran mar interior. Aún hoy sigue siendo la única población asentada frente a los 3.900 kilómetros cuadrados de agua salada que conforman la inmensa laguna.

Sus dimensiones son enormes y aunque actualmente no tenga los 10.500 kilómetros cuadrados que alcanzó con la gran inundación del 2003, pararse en sus costas —sabiéndose en medio de una pampa dilatada y chata como un mantel— es una experiencia sobrecogedora. El cielo y el agua se unen en un horizonte líquido que —por las mañanas cuando se navega— pareciera que se está en presencia del último confín de la tierra, el mismísimo fin del mundo.

Espectáculo aparte son los atardeceres en Miramar. En ellos el sol se pone sobre las aguas de la laguna, penetrando todo de un fuerte color naranja, que estimulan los sentidos y le dan a las bandadas de flamencos un tinte cromático que los convierten aves de otro planeta. Es un paisaje hermoso y desconocido al mismo tiempo, pero enclavado en una geografía en la que la convivencia con el hombre ha sido dificultosa.

Los inmigrantes que levantaron sus reales en la zona hacia 1890 poco sabían de geografía o de cuencas endorreicas. Dispuestos a "hacerse la América" en una provincia en la que podían aspirar a tener tierras propias, intentaron prosperar como agricultores. Pusieron todo su empeño (al punto de crearse el estereotipo del "gringo laburador") pero la salinidad de la región les complicó el panorama y ya para el año 1900 el descubrimiento de las propiedades curativas del agua salada y su fango, atrajo la atención de algunos miembros de la oligarquía argentina y europea que buscaban salidas terapéuticas a sus dolencias. Se estaba imponiendo el termalismo y ese tipo de turismo-salud permitió que se efectuara una reconversión laboral en toda la comarca. Muy pronto, los colonos advirtieron que hospedar gente en sus ranchos podía ser un negocio y no faltaron los emprendedores —devenidos en la " historia oficial" en desinteresados pioneros fundadores— que advirtieran la veta comercial que se les presentaba, dando origen a un flujo de primitivo turismo que terminaría convirtiéndose en la principal actividad económica de los miramarenses.[1]

¿Cuál era el atractivo que tenía ese perdido rincón del noreste cordobés?

En gran parte el aislamiento y la moda impuesta desde las playas europeas por curar las enfermedades mientras se disfrutaba del ocio. Por otro lado, la falta de medicamentos y el temor al contagio volvieron a los lugares alejados en codiciados sitios de las clases sociales pudientes de principios del siglo XX.

Aire puro, agua salada, yodo y un fango capaz de sanar reuma, soriasis y problemas articulares, además de "fortalecer" el organismo, se constituyeron en la principal oferta de los primeros hoteles de Miramar. Y así fue como nació y creció el pueblo.

Al principio, los visitantes se alojaban en las rústicas casas de los inmigrantes, convirtiéndose en las primeras pensiones. Pero entre 1910 y 1920 —viendo que el negocio prosperaba—, don Vittorio Rosso —vecino del pueblo— puso en funcionamiento el célebre Hotel Mira-Mar, que al principio disponía de únicamente dos habitaciones pero que, para mediados de la década del "30, había crecido y ponía a disposición de su clientela sesenta cuartos, cómodos y bien aireados. Al mismo tiempo se aseguraba la llegada de clientes por medio de una flotilla de autos, que usaba para ir a buscarlos a la cercana ciudad de Balnearia, que era donde éstos bajaban del tren.

Las cosas marcharon bien y las pensiones florecieron como hongos. Pero a partir de de 1946 y hasta 1957 la enorme laguna empezó a secarse y el agua se alejó de la costa unos tres kilómetros. Los veraneantes tenían que caminar más de treinta cuadras para llegar al mar y eso sí era un problema. Para darle solución, los empresarios construyeron piletas de agua salada cerca de los hoteles.

Pero el agua regresó en 1958.

Regresó con mucha fuerza. Tanta que sobrevino un gran desastre. En 1959 una inundación afectó a todo el pueblo, prolongando los malos años hasta fines de 1963. Recién en el "64 el agua se retiró dando inicio a un nuevo período seco. Los historiadores locales sostienen que la llamada " Edad de Oro" de Miramar se dio entre 1968 y diciembre de 1976. En esos años el pueblo creció y se transformó en un importante centro turístico, con 110 hoteles habilitados, miles de turistas, restaurantes y casino propio. Todo parecía indicar que el progreso había llegado para quedarse definitivamente, pero en enero de 1977 la laguna empezó a crecer otra vez, sin intensión de detenerse ante las casa.

La inundación de 1977-1985 no fue repentina. El crecimiento del nivel de la oceánica laguna resultó ser un proceso de mediano y largo plazo, pero irreversible. Nada se pudo hacer contra la fuerza del agua. De nada sirvieron los bloques de cemento que el municipio colocó todo a lo largo de la costanera de 3 km. Inútil resultaron las máquinas que bombeaban el agua , devolviéndola al "mar".

La vieja diosa Ansenuza tomaba lo que por derecho natural le era propio y toda la tecnología de la época se volvió inoperante ante la fuerza del oleaje. El hombre tuvo que someterse —una vez más— ante la naturaleza sin control.

No faltaron aquellos que, con un claro pensamiento mágico, negaron la realidad. "A mí no puede pasarme nada", decían unos. "El agua se detendrá", sostenían otros. Y resistieron aún con el agua en los tobillos y sus muebles sobre tacos de madera para salvarlos de la humedad.

Pero la laguna no se detuvo.

Los rezos (seguramente muchos) no fueron escuchados, tal vez porque la diosa local no entendía el dialecto de los inmigrantes, ignorantes de la lengua aborigen (erradicada y olvidada desde los días de la conquista).

El saldo final fue catastrófico. Más de la mitad del pueblo (un 60 %) quedó bajo las aguas, exhibiéndose como un cadáver, flotando ante la azorada y dolida mirada de los habitantes.

Era insoportable convivir con esas ruinas por delante. Miles de sueños, proyectos y décadas de esfuerzo se vieron truncados en pocos años. Los techos de las casas particulares, que emergían del agua como ballenas hechas de tejas, devolvían a diario la recreación de la tragedia. Hoteles, centros de salud, el casino, la Terminal de ómnibus y 37 manzanas habitadas se desgastaban por las olas y la salinidad de la laguna. Era como vivir con el cadáver de un ser querido a la vista de todos. Por eso, en 1992, el gobierno municipal decidió demoler lo que quedaba de la vieja y anegada Miramar, contratando los servicios del Tercer Cuerpo de Ejército.

Explosiones e implosiones de por medio, los miramarenses hicieron "borrón y cuenta nueva " bajo el poderoso influjo de la dinamita. La ruinas de lo que quedaba del pueblo desaparecieron por completo. Entonces sí, convertido todo en escombros, el antiguo asentamiento urbano se dispersó bajo el agua para siempre.

FUENTE: www.monografias.com

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